Conocimiento del infierno by António Lobo Antunes

Conocimiento del infierno by António Lobo Antunes

autor:António Lobo Antunes [Antunes, António Lobo]
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 2012-07-04T23:00:00+00:00


7

El coche parecía bogar, camino de Lisboa, en algo tibio, conmovedor, desnudo, como a través de un cuerpo de mujer que duerme, tumbado de bruces, en la sábana de silencio y árboles de la noche. Los pájaros, transformados por la oscuridad en monstruosos insectos, rastreaban a gritos las tinieblas repeliéndose y llamándose, rayando la pizarra de los campos con el zumbido de tiza roja de las antenas. El cielo oscilaba como el techo de un sótano en que las voces y los pasos circulan en el primer piso, sacudiendo la escayola bajo su peso súbitamente enorme, y yo pensé Estoy de nuevo en la Beira, echado en la cama, oyendo despechado las risas, las toses, las palabras confusas de las personas mayores ahí arriba, los zapatos del abuelo que hacen crujir en las escaleras la timidez retraída, casi suplicante, de los sordos. Pensé Lo que me oprime es el peso de la Beira contra el pecho, las sienes, la curva que se hincha de mi vientre, ese peso de interminables crepúsculos y de melancolías de infancia sobre el perfil enorme de la sierra. Es el abuelo con la mano ahuecada en la oreja que intenta escuchar en vano, de pie en medio de la sala, las conversaciones que musitaban las figuras de los retratos, mirándolo más allá del vidrio con órbitas de gato moribundo. Pero la bomba del pozo no chirriaba en el patio, ninguna taza brilla en el aparador, el olor de la viña no crecía en ondas azucaradas, pegajosas, hasta mí, con un tambaleo de mar. Un olor diferente, liso, igual, muelle, distraído, un olor a útero, un ilimitado vacío en que los olivos se agitaban blandamente con una inquietud acongojada, se extendía a ras de tierra a la manera de un manto de niebla, ahogando los gritos de los grillos y el invisible silbido de las estrellas en los ovillos confusos de los árboles. No sentía el temblor, el miedo, el indefinible recelo que las noches de la Beira me provocan invariablemente, erguidas como paredes verticales, imposibles de abatir, ante mis manos sudorosas. No sentía la torturante angustia de los castaños agitando en los cristales de las ventanas sus brazos verdes y negros, llamándome para deambular con los espectros de los perros, de las gallinas, de las personas, los espectros de los espectros, por la extensión ondulada de los pinares recorridos por tumultuosos y mudos ríos de sombra. No sentía el viento en la copa pálida de los eucaliptos, apartando las hojas plateadas y estrechas en busca de alguna cosa que había perdido: me encontraba a la entrada de Grândola, en dirección a Lisboa, bogando en un gigantesco cuerpo tibio, conmovedor y desnudo de mujer, el Alentejo de bruces en la sábana de silencio de la oscuridad. Me encontraba en los alrededores de Grândola, camino del Canal-Caveira para cenar, y cruzaba el pueblo como cruza el ángel de la muerte las ciudades condenadas, abandonando un rastro carbonoso de humo por las calles desiertas. Los faros inventaban de



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